Esta mañana, al tiempo que tomaba
mi desayuno, empecé a revisar de manera rápida las redes sociales. La sorpresa
la tuve al ver la publicación de LITERATURA CHINCHANA, página que nos deleita periódicamente
con notas de importantes literatos de nuestra provincia.
Aparecía un cuento del profesor Gontrán
Pachas de la Cruz, a quien tuve la satisfacción de tenerlo como docente del curso
de literatura en el emblemático Colegio Nacional Pardo de nuestra Chincha querida.
Entonces vino a mi memoria
aquellos gratos momentos de las clases con este ilustre profesor que nos orientaba
a la lectura de clásicos como “El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”.
Recuerdo asimismo que para sus
clases preparaba algunas lecturas que las hacía en el histórico mimeógrafo,
aquel medio de la época que permitía producir muchas copias de un texto, y que
luego han sido remplazados por las fotocopias. Como diría nuestro decimista
Nicomedes Santa Cruz “lindos recuerdos de
antaño que mi corazón evoca”.
Copio para deleite de los lectores
de este blog, el cuento escrito por el profesor Gontrán Pachas.
ALGO QUE PODRÍA SER UNA TRADICIÓN CHINCHANA
Gontrán Pachas de la
Cruz
Llamar tradición a este relato
que les voy a entregar, estimados lectores, sería un intento de elevarme a la
altura de nuestro célebre escritor, inventor del género, don Ricardo Palma; y
la modestia de mi novel pluma impide hacer tal desatino. De ahí el título que
encabeza este escrito, cuyo contenido, como diría Cervantes, lo sabrá quién lo
leyere, y que puede semejarse a un cuento, a una leyenda, o quién sabe a qué.
Pero, ya oigo que ustedes
exclaman impacientes al concluir el párrafo precedente (si es que no se han
aburrido antes). ¡A qué «tanto brinco cuando el suelo está parejo»! En efecto,
creo que pude haber empezado sin tanto rodeo; mas ya que está hecho, como dijo
Palma en su ¡«Consejo»! ¡A lo hecho, pecho! Y como ustedes bien lo saben, y en
eso creo que estaremos de acuerdo: Más vale tarde que nunca.
Se trata de contarles algo de lo
que cuenta la gente y que oí contar a la mamá de la mía, mejor dicho a mi
abuela, a mi abuelita, como cariñosamente llamamos a esa viejecita que nos
quiere y nos mima, aunque también nos regaña algunas veces.
Es uno de los tantos relatos de
sobremesa que escuché en una noche alumbrada por la indecisa llama de un
«chino» (nuestro candil).
Sucedió por aquellos tiempos en
que ya no había techos de chocolate ni paredes de caramelo, pero aún campeaban
los soles de plata y las libras de oro, y en las casonas de nuestras campiñas
se los aguardaban en botijas enterradas. Eran esos tiempos en que las calles de
nuestra provincia tenían sus veredas de madera y se alumbraban con farolitos.
Cosa frecuente era en los tiempos a que nos referimos ver salir de una casa
antigua de la calle Junín, o de la calle Derecha, a las 6 de la tarde o
después, un chancho o un chivo que asustaba a la gente y que cuando iban a
cogerlo desaparecía; mas si alguien ubicaba el lugar donde desaparecía, podía
considerarse un afortunado, pues era seguro y requeteseguro que allí había un
entierro. Era don Emeterio «X», un cholo de esos que tenían una falquita y se
manejaba su «agua». Orgulloso de que le llamasen «patrón», se caracterizaba por
la puntualidad en el pago de la semana a cada uno de sus peones, porque no era
«duro», sino dadivoso, sobre todo en Pascua, Año Nuevo y 28 de Julio; pues él
podía andar sin zapatos y con poncho sin que eso significase que no era buen
cristiano y patriota.
La tal falca estaba perdida entre
unos platanales y cañaverales, y no había duda, había que amarrarse bien los
pantalones para vivir solo en lugar tan solitario. Nuestro personaje debía
tenerlos bien amarrados, pues era solterón; toda su compañía eran cinco perros
lanudos, enormes y negros, y la casa bien podía albergar un ejército.
Costumbre se había hecho que en
las tardes sabatinas, después del pago, ño Emeterio agasajara a su peonada con
unas cuantas copas de vino para afirmar la camaradería. Pero eso sí, ni minuto
más ni minutos menos, tocando las 6 de la tarde, tutilimundi a su casa y la
bodega en miniatura que es una falca quedaba solitaria. Cualquier caminante que
hubiera pasado hasta las 12 de la noche habría podido ver a ño Emeterio sentado
en la puerta de su falca, fumando los cigarrillos unos tras otros; mas como
solo los «valientes» andaban en horas de la noche por esos caminos donde era
común toparse con un buey atravesando o con la «viuda», nadie, o muy pocos,
certificaban este hecho.
¿Qué esperaría allí el patrón? Y
¿qué guardaría en un cuarto grande donde ningún peón nunca había entrado? Todos
se preguntaban lo mismo y nadie se respondía.
Un día, ese gusanillo que
llamamos curiosidad le picó a uno de los peones, quien haciéndose el mareado
logró quedarse después de las 6 de la tarde.
Oculto tras una ruma de canastas
de vendimia oyó sonar la hora esperada. El viejo reloj de pared soltó doce sordas
campanadas y casi simultáneamente el ruido de una cabalgata que se acerca
sobresaltó a nuestro curioso amigo. Llegó el tropel, rechinaron las enmohecidas
bisagras, se abrieron los portones como por obra de magia y entraron a la
bodega una piara de trece mulas, cada una con dos bolsas; se dirigieron al
misterioso cuarto secreto y solas descargaron el contenido de las bolsas,
dejando oír un ruido metálico.
La curiosidad de nuestro curioso
impertinente no dio por satisfecho y quiso conocer al arriero que tan
amenamente charlaba con el patrón. La desmesura de su curiosidad le costó 3
meses de cama al cuidado constante de tres rezadores que luchaban por traer a
su espíritu ahuyentado. Lo único que recordaba era a un extraño personaje que
en vez de uñas tenía enormes garras y cuya barba espesa y larga contrastaba con
la cortedad de su estatura. Luego… ¡Dios, y solo Él, sabe cómo salió de la
falca y cómo llegó a su casa!
¿Quién era tan extraño personaje?
Se dice, óiganlo bien, así en forma impersonal, se dice, que era el ángel más
querido de Dios y que por soberbia fue desterrado del paraíso.
Ya saben de quién se trata.
¿Acaso no escuchamos su socarrona risa en uno de esos discos de aires
tropicales?
En cuanto al final de ño Emeterio
(conste que les digo y cuento lo que se dice y se cuenta) su cadáver
desapareció misteriosamente al apagarse las velas durante el velorio. Y para
evitar habladurías de los lengualargas que en todo sitio no faltan, sus
parientes llenaron el ataúd con troncos de plátano.
Había vendido su alma a Luzbel.
Y, por ahora, como más no se ha
dicho de esto, nada agrego al respecto.