jueves, 28 de abril de 2022

El profesor Gontrán Pachas de la Cruz en el recuerdo


Esta mañana, al tiempo que tomaba mi desayuno, empecé a revisar de manera rápida las redes sociales. La sorpresa la tuve al ver la publicación de LITERATURA CHINCHANA, página que nos deleita periódicamente con notas de importantes literatos de nuestra provincia.

Aparecía un cuento del profesor Gontrán Pachas de la Cruz, a quien tuve la satisfacción de tenerlo como docente del curso de literatura en el emblemático Colegio Nacional Pardo de nuestra Chincha querida.

Entonces vino a mi memoria aquellos gratos momentos de las clases con este ilustre profesor que nos orientaba a la lectura de clásicos como “El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”.

Recuerdo asimismo que para sus clases preparaba algunas lecturas que las hacía en el histórico mimeógrafo, aquel medio de la época que permitía producir muchas copias de un texto, y que luego han sido remplazados por las fotocopias. Como diría nuestro decimista Nicomedes Santa Cruz “lindos recuerdos de antaño que mi corazón evoca”.

Copio para deleite de los lectores de este blog, el cuento escrito por el profesor Gontrán Pachas.

 

ALGO QUE PODRÍA SER UNA TRADICIÓN CHINCHANA

Gontrán Pachas de la Cruz

Llamar tradición a este relato que les voy a entregar, estimados lectores, sería un intento de elevarme a la altura de nuestro célebre escritor, inventor del género, don Ricardo Palma; y la modestia de mi novel pluma impide hacer tal desatino. De ahí el título que encabeza este escrito, cuyo contenido, como diría Cervantes, lo sabrá quién lo leyere, y que puede semejarse a un cuento, a una leyenda, o quién sabe a qué.

Pero, ya oigo que ustedes exclaman impacientes al concluir el párrafo precedente (si es que no se han aburrido antes). ¡A qué «tanto brinco cuando el suelo está parejo»! En efecto, creo que pude haber empezado sin tanto rodeo; mas ya que está hecho, como dijo Palma en su ¡«Consejo»! ¡A lo hecho, pecho! Y como ustedes bien lo saben, y en eso creo que estaremos de acuerdo: Más vale tarde que nunca.

Se trata de contarles algo de lo que cuenta la gente y que oí contar a la mamá de la mía, mejor dicho a mi abuela, a mi abuelita, como cariñosamente llamamos a esa viejecita que nos quiere y nos mima, aunque también nos regaña algunas veces.

Es uno de los tantos relatos de sobremesa que escuché en una noche alumbrada por la indecisa llama de un «chino» (nuestro candil).

Sucedió por aquellos tiempos en que ya no había techos de chocolate ni paredes de caramelo, pero aún campeaban los soles de plata y las libras de oro, y en las casonas de nuestras campiñas se los aguardaban en botijas enterradas. Eran esos tiempos en que las calles de nuestra provincia tenían sus veredas de madera y se alumbraban con farolitos. Cosa frecuente era en los tiempos a que nos referimos ver salir de una casa antigua de la calle Junín, o de la calle Derecha, a las 6 de la tarde o después, un chancho o un chivo que asustaba a la gente y que cuando iban a cogerlo desaparecía; mas si alguien ubicaba el lugar donde desaparecía, podía considerarse un afortunado, pues era seguro y requeteseguro que allí había un entierro. Era don Emeterio «X», un cholo de esos que tenían una falquita y se manejaba su «agua». Orgulloso de que le llamasen «patrón», se caracterizaba por la puntualidad en el pago de la semana a cada uno de sus peones, porque no era «duro», sino dadivoso, sobre todo en Pascua, Año Nuevo y 28 de Julio; pues él podía andar sin zapatos y con poncho sin que eso significase que no era buen cristiano y patriota.

La tal falca estaba perdida entre unos platanales y cañaverales, y no había duda, había que amarrarse bien los pantalones para vivir solo en lugar tan solitario. Nuestro personaje debía tenerlos bien amarrados, pues era solterón; toda su compañía eran cinco perros lanudos, enormes y negros, y la casa bien podía albergar un ejército.

Costumbre se había hecho que en las tardes sabatinas, después del pago, ño Emeterio agasajara a su peonada con unas cuantas copas de vino para afirmar la camaradería. Pero eso sí, ni minuto más ni minutos menos, tocando las 6 de la tarde, tutilimundi a su casa y la bodega en miniatura que es una falca quedaba solitaria. Cualquier caminante que hubiera pasado hasta las 12 de la noche habría podido ver a ño Emeterio sentado en la puerta de su falca, fumando los cigarrillos unos tras otros; mas como solo los «valientes» andaban en horas de la noche por esos caminos donde era común toparse con un buey atravesando o con la «viuda», nadie, o muy pocos, certificaban este hecho.

¿Qué esperaría allí el patrón? Y ¿qué guardaría en un cuarto grande donde ningún peón nunca había entrado? Todos se preguntaban lo mismo y nadie se respondía.

Un día, ese gusanillo que llamamos curiosidad le picó a uno de los peones, quien haciéndose el mareado logró quedarse después de las 6 de la tarde.

Oculto tras una ruma de canastas de vendimia oyó sonar la hora esperada. El viejo reloj de pared soltó doce sordas campanadas y casi simultáneamente el ruido de una cabalgata que se acerca sobresaltó a nuestro curioso amigo. Llegó el tropel, rechinaron las enmohecidas bisagras, se abrieron los portones como por obra de magia y entraron a la bodega una piara de trece mulas, cada una con dos bolsas; se dirigieron al misterioso cuarto secreto y solas descargaron el contenido de las bolsas, dejando oír un ruido metálico.

La curiosidad de nuestro curioso impertinente no dio por satisfecho y quiso conocer al arriero que tan amenamente charlaba con el patrón. La desmesura de su curiosidad le costó 3 meses de cama al cuidado constante de tres rezadores que luchaban por traer a su espíritu ahuyentado. Lo único que recordaba era a un extraño personaje que en vez de uñas tenía enormes garras y cuya barba espesa y larga contrastaba con la cortedad de su estatura. Luego… ¡Dios, y solo Él, sabe cómo salió de la falca y cómo llegó a su casa!

¿Quién era tan extraño personaje? Se dice, óiganlo bien, así en forma impersonal, se dice, que era el ángel más querido de Dios y que por soberbia fue desterrado del paraíso.

Ya saben de quién se trata. ¿Acaso no escuchamos su socarrona risa en uno de esos discos de aires tropicales?

En cuanto al final de ño Emeterio (conste que les digo y cuento lo que se dice y se cuenta) su cadáver desapareció misteriosamente al apagarse las velas durante el velorio. Y para evitar habladurías de los lengualargas que en todo sitio no faltan, sus parientes llenaron el ataúd con troncos de plátano.

Había vendido su alma a Luzbel.

Y, por ahora, como más no se ha dicho de esto, nada agrego al respecto.